Unas 4.000 mulas habían pasado antes que nosotros por la misma huella que seguíamos. Divididas en arreas de a 20 animales conducidas por un miliciano. El 4° día de viaje
También los 1.600 caballos y más de 400 vacas habían roto de tal manera el camino que varias veces nuestros caballos tropezaron. Y se doblaron de manos obligando al jinete a hacer malabares para no pasar para adelante por sobre la cabeza del animal.
Era el cuarto día de viaje y ya se notaba la proximidad de los adelantados por las bostas húmedas y las brasas de los fuegos aún calientes. Hicimos noche después de 11 leguas, pasando por la falda del Cerro del Tigre y llegando a Uretilla ya con luna.
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El 4° día de viaje
Asamos los cuartos de oveja de mi padre y dormimos cansados debajo de un bendito que hicimos estirando una lona desde las piedras hasta el suelo. El quinto y último día hasta Manantiales debíamos recorrer 14 leguas, así que salimos aún de noche.
La huella había quedado intransitable y en algunos tramos debimos cambiar el sendero con peligro de perdernos o atrasarnos. Muchas mulas habían quedado muertas a un costado y a algunas se les notaba la quebradura y el agujero de bala en la cabeza.
También cruzamos dos soldados entablillados que volvían hacia Mendoza, solos y doloridos sobre sus caballos. El sendero estaba lleno de herraduras que se habían ido desclavando y era raro hacer dos pasos sin encontrar alguna.
Los arbustos habían perdido sus espinas de tanto enganchar el cuero de los animales y las piernas de los hombres. Y en varios lugares encontramos pedazos de tela azul enroscados entre las ramas secas de algún acerillo. Al pasar por las Hornillas pudimos ver, a lo lejos, tres montañas de cabezas de vacas de unos 15 pies de alto.
Las vacas encontradas
Sus esqueletos, pelados de carne, podían verse por todo el campo hasta donde daba la vista. Y los cueros habían sido amontonados al costado del camino, como dejados esperando que alguien pudiera darles utilidad.
La tierra estaba negra por la sangre impregnada y en varios lugares en donde la piedra hacía de contención, se había acumulado coagulada secándose al sol. A pesar de la aridez del clima y la ausencia de moscas, el olor a podrido contaminaba toda la zona. Pasamos despacio y en silencio, contemplando el resultado de la matanza, imaginando el terrible espectáculo.
Quedaban dos horas de luz y apretamos el paso. Cuando el sol cayó tras la montaña, a dos leguas se veían los fuegos
encendidos. Varios jinetes nos vinieron a esperar para conducirnos con seguridad en la noche, y solo reconocí a Necochea, que se abrazó con el general de caballo a caballo.
Llegamos a Manantiales poco antes de la medianoche sin ganas de nada. Y se notaba la incomodidad del general que ya había empezado a quejarse de algunos dolores viejos. Saludó a los oficiales y a los jefes del Estado Mayor que le hicieron el honor, y se metió en el vivac que le habían preparado.
Paroissien desapareció detrás de él con un cajón y no lo vi salir.
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