El tercer día de nuestro viaje nos llevaría hasta Yaguaraz y sería la última jornada simple. Luego vendrían dos días en que tendríamos que acortar lo hecho por los demás en 4. Solo el general y yo sabíamos que a la noche pasaríamos cerca de mi casa, pero ninguno de los dos lo mencionó. El 3° día de viaje
Por esas cosas que me siguen asombrando de la naturaleza, todo el día mi mula se adelantó a los demás y me costaba contenerla. Después de 5 meses el animal intuía que volvía a su lugar y apuraba el paso.
La huella por la que transitábamos estaba hollada por miles de cascos que habían marcado las piedras con sus herraduras y hundido casi un pie los pocos tramos de tierra o arena. La bosta de los animales que nos precedieron tapizaban el sendero y los pocos lugares con pasto habían desaparecido.
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El 3° día de viaje
» Algunas mulas que seguramente salieron en malas condiciones del campamento ya habían quedado en el camino, muertas o soltadas a su suerte. Más de la mitad de las 10 leguas a recorrer eran parte de la pampa del leoncito, un salar largo y fino que tomaba todo el valle. Y en el que el viento levantaba un polvillo muy fino que no nos dejaba abrir los ojos.
Tranqueamos toda la tarde por ese infierno mirando al suelo, con la cabeza baja y los sombreros hacia adelante, igual que hace unos meses en mi ida hacia Mendoza. Cuando por fin se escondió el sol, mágicamente paró el viento. Tomamos el sendero hacia el oeste saliendo del salar y comenzamos a subir la primera de las tres cordilleras que deberíamos pasar antes de llegar a Chile.
Mi mula seguía indomable la ruta hacia Yaguaraz y ya me dolían los brazos de tanto tirar hacia atrás las riendas intentando frenarla sin conseguirlo. En el lugar del sendero que más cerca se encontraba de mi rancho, un hombre sentado sobre una piedra al lado de una mula atada y ensillada, esperaba pacientemente.
Conversaciones importantes
Reconocí a mi padre desde lejos y miré al general, que se adelantó a saludarlo.
–Buenas tardes, señor. Un gusto volver a verlo, –dijo alargando la mano sin desmontar.
–Buenas tardes, general. También me alegro de verlo bien, –contestó mi padre– hace unos días que andan pasando por acá sus hombres. Me acerqué a preguntar por usted y me dijeron que seguramente pasaría de último, así que todos los días me vengo a esperarlos. Les traje unos cuartos de oveja para el viaje.
–Gracias, señor. Debo decirle que su hijo ha sido todo lo útil y responsable que esperábamos de él y sentiré tener que dejarlo volver cuando haya terminado su misión. Se dio vuelta y me llamó a su lado.
Recién en ese momento me permití acercarme, sabiendo que debía respetar ese orden de jerarquías en el saludo y la efusividad y las emociones no estaban bien vistas en mi pueblo.
Le di la mano a mi padre desde arriba de la mula, pregunté por mi madre y até los cuartos al costado de la montura. Antes de seguir viaje, mi padre me dio dos pequeñas palmadas en el muslo.»